domingo, 11 de diciembre de 2011

Estela y Elisa

Un día de invierno, a la hora de la aurora, la partera entre sudor y frío exhalaba vapor por su boca, la mujer gritaba con lágrimas en sus ojos y la mirada perdida en el techo de fonolas negras. –Puje, decía nerviosa, no llevaba tantos partos a su haber. –Sáquelo, gritaba la madre, con ya varios partos encima.
En medio del canto matutino de los gorriones nació Estela, una niña de piel muy blanca y pelo como las mismas fonolas que la vieron nacer. Entre el llanto de la niña, el cansancio de la mujer que la trajo al mundo y el dolor de su madre apareció Elisa, su hermana, de quien no tenían conocimiento. La cara de la madre se ilumina, el rostro del padre se espanta, oculto entre una rendija de la puerta, la mujer olvida su dolor por un momento, los ojos brillantes de las niñas acarician su rostro. Las abraza como al mayor galardón, les canta una nana al oído. Los gorriones han ido a buscar comida, han guardado silencio.
Entre cantos dulces y retos severos crecen Estela y Elisa, entre tejidos iguales no se sabe a primera vista cual es cual. La primera es brusca, de voz fuerte y violenta, la segunda es insegura, de hablar delicado y agudo. Siempre se les ve juntas, caminan de la mano. Muchas veces Estela defiende a Elisa.
Coleccionan bichitos del jardín, Elisa los observa y Estela los toma con sus manos y los guarda en botellas de vidrio. Cantan canciones religiosas, de la vida, del amor, de la pena, Elisa es afinada.
La madre es costurera, las viste de pies a cabeza. Dedica cada mañana largos minutos para peinarlas y hablarles de la vida. Las niñas la escuchan atenta, visten sus trajes de vuelos y flores, sus zapatos de charol bien negros, sus medias blancas impecables y sus moños abundantes de cintas coloridas.
Estela cuenta historias de miedo, Elisa la escucha atenta con las sábanas en la cara. Pronto cumplirán siete años.
Elena y Elisa caminan en un mundo de hombres adultos, tienen muchos hermanos que no les prestan atención. Su padre es un hombre alto, de bigotes oscuros, serio y macizo, los besos y los cariños son cosa de mujeres, piensa. Sus hermanos, que son bastantes, repiten aquel modelo, por lo que las niñas sólo se tienen a ellas mismas y los cariños de su mamá.
Se regalan sonrisas, persiguen mariposas, se comparten los caramelos y la leche, parten el pan en mitades iguales, se columpian de los árboles y recogen flores para su madre, se contagian carajadas. Elena ha perdido un diente.
Para las fiestas lucen trajes nuevos, son los ángeles más lindos de la madre, brillan como las estrellas. La mujer les ha hecho vestidos nuevos, ha trenzado sus largas colas con abundantes cintas coloridas y brillantes, las niñas juegan felices. Elisa camina por el gran patio de su casa, observa los rayitos de sol y pasa sus dedos por la ruda, le encanta ese olor.
Un gallo que ha escapado del gallinero, el más rudo y agresivo, de cresta enorme y plumas manchadas salta sobre la cabeza de Elisa, da decenas de picotones a las cintas de su cabeza, la niña no puede gritar del susto, la niña está sola, busca con su mirada a Estela, pero su hermana no aparece. El corazón de Elisa se detiene, no soporta el miedo y cae al suelo. La madre encuentra a la niña tirada en el piso, llena de tierra y su pelo revuelto. La mujer se acerca aterrada, la toma en sus brazos, la besa, sacude su cara sin recibir una mirada, llora, grita, no soporta ver así a su angelito. Estela no entiende nada, se siente sola, no abre su boca, busca a Elisa por la casa y en los árboles, tiene mucha pena, no soporta vivir sin su hermana, la extraña. Una noche Estela se duerme y sueña con su hermana, están frente a frente y se abrazan, se elevan hacia el cielo y vuelan entre las nubes, son felices, libres, su pelo brilla con polvos de estrellas, ríen sin parar. Estela no despierta jamás.

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